
Llueve. Llueve en la película y por extensión en mi recuerdo. La secuencia inicial me atrapa como un caleidoscopio. Y algo de eso tiene: un collage de la sociedad escuchando las noticias de crímenes por la radio.
Llueve, y a mi fascinación le hubiera bastado con ese inicio. Pero Christensen me regaló algo más. Es simple:
Lluvia. Noche. Un personaje acecha a otro por las calles de Buenos Aires. El perseguidor se esconde en la obturación de una pared. Y de golpe, el corrimiento. De la obturación el plano abre hacia la dirección opuesta de la lógica esperada. El personaje parece retroceder en su carrera. El volumen de la ciudad se desarma. Me exalto en mi incomprensión. Me siento energizada por algún sacudón inefable, quedo atenta y alerta sumando mi propia intensidad a la escena que es el preámbulo de un crímen.
La atrapada soy yo.
Sólo me importa ese momento único en que nuestra consciencia despierta a ese otro sueño que es la película, ese desplazamiento perceptivo en el que el automatismo definitivamente ha muerto y en el que ver-escuchar-sentir-pensar y vivir se vuelven un acto único.
Llueve, y un cuerpo que se muestra en una dirección inesperada lo cambia todo, me hace vivir lo que desde ese día iba a tratar de buscar en cada película que viera, y en cada película que tratara de montar: distraerme del peso de la norma, correrme del automatismo perceptivo, hacer sentir.
No es ni siquiera mi película favorita. Ni mi favorita de Christensen. Pero me dio algo que nunca había sentido hasta ese momento con tanta fuerza: me volvió presente y parte. Tal vez el origen fue una genialidad planificada, o un error de continuidad espacial en el rodaje, un descubrimiento de montaje o un accidente producto de la sustracción de otras tomas o de esa combinación específica. No importa. Sólo me importa ese momento único en que nuestra consciencia despierta a ese otro sueño que es la película, ese desplazamiento perceptivo en el que el automatismo definitivamente ha muerto y en el que ver-escuchar-sentir-pensar y vivir se vuelven un acto único. Cuando monto pienso: ojalá logre alguna vez que alguien sienta un equivalente a lo que yo sentí ese día.
¿Cómo había muerto la continuidad para instalar el instinto?
Victor Sklovsky escribió: “El arte existe para que podamos recuperar la sensación de vida [...] El acto de percepción es en el arte un fin en sí y debe ser prolongado.“ (Viktor Sklovski, El arte como artificio (1917), Leon, Guanajuato, México, 2020, p.16.)
Y todo eso por un plano. Sí.