De cuando maté al monstruo

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Cloverfield: monstruo (Matt Reeves, 2008)

En ese rumbo hubo hitos maravillosos que, intuyo, comparto con la mayoría de editorxs como por ejemplo cuando vi El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), Nosferatu (Murnau, 1922), Rosaura a las diez (Soffici, 1958) o cuando leí El cine según Hitchcock (Truffaut, 1990) o Lecciones de cine  (Tirard, 2010); sólo por nombrar lo primero que se me viene a la cabeza.

Pero ahora me gustaría hablar de cuando vi Cloverfield, una película de 2008 dirigida por Matt Reeves que transcurre en Nueva York unos pocos años después de la caída de las Torres Gemelas.

A esa altura de mi vida ya tenía muy claro que todo cine es político y que tanto el tono actoral como la fotografía, la dirección de arte, el montaje y la multiplicidad de elementos que conforman la compleja maquinaria artística siempre responden a un punto de vista particular del mundo y de la relación entre las personas. Pero todavía me costaba descifrar los recursos formales y convertirlos en palabras de análisis al momento de querer explicar por qué tal o cual película me gustaba o no, más allá de lo que me hubiera transmitido algún docente.

También recuerdo estar transitando cierto interés en el cine de terror –en todas sus variables–  y haber aprendido que el miedo más efectivo se construye con las experiencias cercanas, lo cotidiano. (Por cierto, hoy en día la escritora Mariana Enríquez no para de hablar sobre este tópico en cada conferencia que da.) Así se explica el resurgimiento de los vampiros en la década del 80 de la mano del HIV, el cine de contagios en la contemporaneidad y numerosas tesis al respecto. 

A esa altura de mi vida ya tenía muy claro que todo cine es político y que tanto el tono actoral como la fotografía, la dirección de arte, el montaje y la multiplicidad de elementos que conforman la compleja maquinaria artística siempre responden a un punto de vista particular del mundo y de la relación entre las personas.

En Cloverfield: monstruo (Matt Reeves, 2008) un grupo de neoyorquinos se divierte en una fiesta de despedida, porque uno de ellos se va a Japón a raíz de una oferta laboral altamente redituable, cuando de pronto una explosión sucede en el exterior y comienza la psicosis. Como es de imaginar, los personajes son jóvenes de buen pasar socioeconómico, multirraciales –obvio–, no se emborrachan, no se drogan, sueñan con formar una familia; esa «gente de bien» con quien tanto nos gusta identificarnos. La imagen simula ser íntegramente la de una cámara en mano sostenida por uno de los amigos, haciéndonos sentir parte del grupo. 

La película comienza con una leyenda que nos dice algo así como «evidencia encontrada en lo que supo ser La Gran Manzana».  

En el primer punto de giro, la explosión que interrumpe la acción, el grupo de jóvenes caóticamente decide subir a la terraza para ver qué está sucediendo. 

¡Y entonces lo vi! O más bien lo escuché. Precisamente en ese momento, en off, alguien grita: «¿qué está pasando? ¿Será otro ataque terrorista?». Y lo entendí. «Los monstruos» eran los ataques de ese enemigo que nadie sabía bien quién era y que estaba interrumpiendo la deliciosa vida norteamericana. Ahí estaba el recurso formal, ahí estaba una de las materias primas que tanto iba a usar, la voz en off. Ahí estaba el director, el productor y el editor armando sentido, poniendo ADRs, en el timeline. Ahí estaba la posición política.

Hoy vuelvo a ver la película y me parece todo una obviedad pero recuerdo mi sensación física, la alegría de entender, de desmenuzar el material, de cantar «¡piedralibre!», de dejar de tener una mirada dócil. Y no sé si ese habrá sido  rigurosamente el primer momento, pero sin duda fue uno de los que me ratificaron que había elegido una profesión que me iba a hacer sentir feliz muchas veces.

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